"San Gabriel. Chapare. Bolivia. Un mes de noviembre cualquiera. Mezcla de calor, lluvias torrenciales y espesa vegetación. Un espacio-tiempo diferente donde la gente vive entre el cultivo de la sagrada hoja de coca y la supervivencia, regidos por una cosmovisión que pone a la naturaleza -Pachamama- en el centro de sus vidas. Zona de confluencia o colonización, donde conviven (o malviven, según la vara de medir) formas indígenas de ser y estar con maneras occidentales basadas en el capitalismo y el consumo. De cualquier forma, caldo de cultivo donde amasar pobreza, conflictos sociales y falta de oportunidades. Sin embargo, ese es el tipo de lugares donde la opción preferencial de las hermanas por las más desfavorecidas toma forma, donde deciden asentarse, compartir y ayudar a dignificar la vida de otras personas. Su labor, interminable. Siempre (SIEMPRE) disponibles. Horas dedicadas por y para los demás, atendiendo las necesidades de cuerpo, mente y espíritu. Abriendo sus brazos hacia los más pequeños y acariciando la coartada piel de los mayores. Conocer de primera mano esa inmensa labor, poder aligerar en lo posible el camino y trabajo de las hermanas es la gran oportunidad (para mí, el gran tesoro) que se nos brindan a las personas voluntarias que decidimos compartir a penas un suspiro de nuestro tiempo en algo que, con creces, la experiencia te devuelve multiplicado. Sonrisas que llenan el alma, miradas cómplices, lágrimas compartidas y abrazos entusiastas. Realmente embarga la sensación de estar haciendo algo bueno, algo que trasciende por encima de nuestro limitado entendimiento humano. Ni las hermanas ni mucho menos las voluntarias podremos cambiar el mundo, pero si podemos compartir la vida, con sus luces y sombras, para que sea más amable y, de alguna forma, merezca más la pena ser vivida." SALOMÉ PRECIADO